Cuando hay comunicación bidireccional a través de una frontera, es normal que entre los habitantes de las zonas limítrofes se produzcan intercambios culturales en ambos sentidos. Lo natural es que los vecinos que tienen relación habitual se influyan mutuamente en sus costumbres y sus formas de hablar y expresarse. Y este hecho, el cual no debería suponer ningún problema, se vuelve conflictivo cuando entran en juego los intereses de los gobiernos colindantes.
Pero mientras existan similitudes en los habitantes de otro territorio con los del propio —ya sean digamos naturales, o creadas por una influencia cultural deliberada—, estas pueden ser usadas por los gobiernos para argumentar su expansión territorial: si hablan, comen o tienen costumbres parecidas a las nuestras, quiere decir que nuestro territorio llega hasta allí. Lo cual no se detendrá ahí si consiguen anexionarse ese territorio, ya que al cabo de unas cuantas generaciones ese mismo argumento seguramente se podrá aplicar a la nueva zona limítrofe. Y así hasta donde puedan llegar.
Además, si hay un claro desequilibrio económico entre los gobiernos de los territorios colindantes, la balanza se decanta a favor del más adinerado, ya que puede destinar más recursos y durante más tiempo a la propaganda, a la vez que unificar más rápidamente y en más ámbitos la cultura de sus habitantes frente a sus vecinos. Lo cual incluso puede llegar a calar en el territorio contiguo, ya que no es raro escuchar a aquellos que no viven cerca de la frontera, decir que aquellos que sí viven cerca de otro territorio son medio-del-vecino.
Se trata de una anexión a través de la invasión cultural, más lenta que la conquista militar, pero con el mismo objetivo, y que afecta directamente a aquellos que viven en cerca de la frontera con un territorio más rico y con intereses expansionistas.