jueves, 13 de octubre de 2016

Sospechas: un relato breve

Ejercicio de redacción narrativa para el curso de Técnico en Corrección y Redacción (CITA, 2012).

Condado de Durham, Inglaterra

Era una fría tarde de enero de 1942 y McKee se dirigía hacia otro pueblo. Mientras caminaba por la campiña inglesa, el sol desplegaba sus débiles rayos invernales y él pensaba en cuánto tiempo duraría la caridad de los habitantes del lugar al que se dirigía y del que apenas recordaba el nombre.

Hasta hacía dos años había sido un londinense más, con su trabajo y su familia, pero uno de los primeros ataques del Blitz alemán al barrio del East End le habían dejado sin nada de ello. Se había convertido en un pobre hombre, un vagabundo demasiado viejo como para que le contratasen en nada serio. En tiempos de guerra nadie necesita la pericia de un sombrerero.

El sonido de los pensamientos en su cabeza no le dejó escuchar el ruido que hacían los campesinos que se le acercaban hasta que ya estuvieron encima de él. Eran cuatro hombres y tres mujeres de Woodland, el pueblo del que McKee había partido al mediodía tras pasar tres días en él. En cuanto le salieron por la espalda y le cortaron el paso, los reconoció enseguida: los tenía vistos. Dos de los hombres llevaban horcas. El otro hombre llevaba gorra y parecía ser el líder de aquel extraño grupo.

—¡Qué es lo que has hecho! ¡Vamos, confiesa! —amenazó una de las mujeres, que era pelirroja, apenas se hubo detenido frente a McKee.

McKee se quedó perplejo. No sabía qué decir.

—Será mejor que no nos haga perder el tiempo y nos cuente lo que hizo en el granero —le dijo mientras agitaba el dedo índice el hombre de la gorra, quien se había puesto delante de la mujer pelirroja.

—En qué granero —replicó McKee—, yo no sé nada de ningún granero. Mírenme, qué podría haber hecho yo.

—¡Dinos lo que hiciste! —interrumpió de nuevo la mujer pelirroja por detrás del hombre la gorra—. No intentes disimular, estás temblando. Vamos, ¡dínoslo!

McKee se derrumbó, literalmente, ya que cayó sobre sus rodillas. Entre sollozos, y totalmente humillado, les contó que sí, que había sido él, pero que había sido el hambre la culpable. Que cuando vio el gallinero al lado del granero rojo no pudo resistirse, y cogió unos huevos.

—Fue el hambre, señora, el hambre nada más —repetía McKee.

—De qué huevos hablas, ladrón, te preguntamos por la niña, la pequeña Evelyn —se dirigió hacia él uno de los hombres con horca, el más corpulento, que le cerraba el paso a un lado—. Ella estaba jugando junto al granero este mediodía. Desde entonces nadie la ha visto, y usted acaba de confesar que estuvo en el granero. ¡Qué ha hecho con ella!

—Le digo la verdad —insistió McKee desde el suelo—. Y si no me creen, miren.

Todavía arrodillado, McKee abrió su zurrón y les enseñó media docena de huevos que asomaban de entre una especie de nido que había hecho con una bufanda y algo de paja. Con la mirada perdida les explicó que los llevaba así para que no se rompiesen, y que se compadecía de la pobre niña desaparecida. Pero que si temían que alguien le hubiese hecho algo malo, no debían perder el tiempo con él, que no era el culpable.

—Qué podría haberle hecho yo a una niña... Yo, que lo he perdido todo por culpa de la guerra, todo... —replicó McKee mientras dejaba caer sus brazos con los puños cerrados.

—Creo que dices la verdad, viejo —opinó el hombre más joven, que también llevaba una horca—. Y que tienes razón. Deberíamos estar buscando al culpable de la desaparición de Evelyn, y no tomándola con un escuálido ladrón de huevos.

—Sí, no perdamos más tiempo aquí. Nos volvemos —le dijo el hombre de la gorra al resto de sus vecinos—. Quizá en el pueblo sepan algo más y podamos coger a ese delincuente antes de que se nos escape.

—¡Pero qué estás diciendo! No seáis inocentes... —La mujer pelirroja se quedó perpleja ante McKee mientras el resto de la patrulla de campesinos se marchaba de vuelta a Woodland. —Anciano. —Se agachó y le cogió fuertemente del brazo, sin dejar de apretarle mientras le hablaba y le miraba fijamente a los ojos, casi sin pestañear. —Sé que has sido tú. Ahora me voy, les convenceré y volveremos. Ten bien seguro que voy a demostrar que tú has sido el culpable de la desaparición de Evelyn. Acuérdate de lo que te digo. Y como descubra que le has hecho daño a la hija de mi amiga, reza para que no te encuentre, porque John te matará. Te aseguro que así será.

Antes de marcharse corriendo y vociferando tras sus vecinos, la campesina pelirroja, con un tremendo desprecio, le propinó a McKee una patada en el pecho. El famélico vagabundo se inclinó hacia delante y por un pequeño instante se quedó sin respiración. Una vez recuperó el aliento miró en su zurrón, que todavía seguía abierto, y comprobó que los huevos estaban en buen estado. Ninguno se había roto. Luego se puso en pie como pudo, y aún dolorido por el golpe, anduvo hasta una arboleda cercana buscando algo de refugio. Por allí discurría un riachuelo. Aunque tan apenas llevaba un hilo de agua, le fue suficiente para beber y lavarse la cara. Después se sentó con la espalda apoyada en un abedul. Sin quitarse el zurrón, se lo puso entre las piernas.

En aquel momento comenzó a pensar en lo que le había ocurrido, en que quizá debería cambiar de rumbo. Mientras levantaba la solapa del zurrón se fijó en que desde allí se veían las primeras casas de Butterknowle (ahora recordaba el nombre). Hasta hacía unos minutos ese era su destino, y aunque estaba ya muy cerca, recapacitó si no sería mejor ir a otro sitio. La gente de aquel lugar estaba alterada y era peligrosa. Había quedado claro que su paso por Woodland no le granjearía amistades en la zona. Lo más probable era que las amenazas sobre su persona se propagasen rápidamente. A la vez que su mente no paraba de buscar una salida a la situación en la que se encontraba, McKee buscaba cuidadosamente con su mano derecha en uno de los bolsillos laterales del interior de su zurrón, de donde sacó una aguja. Cuando la tuvo frente a él se quedó un rato pensativo, evaluando qué era lo que debía hacer. «Sí (se dijo para sí mismo), lo mejor es ir hacia el norte.»

Con decisión agarró un huevo del zurrón con la mano izquierda y comenzó a perforarlo con la aguja. Le hizo dos agujeros, uno por arriba y otro por abajo. Era algo que había aprendido de niño: si le haces dos agujeros a un huevo de esa manera puedes sorberlo sin que se rompa ni se desperdicie ni un ápice de su nutritivo contenido. Mientras aspiraba se dio cuenta de que se estaba manchando los dedos de las manos con sangre. Se examinó: no tenía cortes, no había sido con la aguja. La sangre solo podía haber salido del zurrón.

En cuanto miró dentro enseguida se percató de que la paja que había cogido estaba manchada de sangre. Apuró su frugal cena y dio unos pasos hasta el riachuelo. Allí sacó todos los huevos y los lavó cuidadosamente, incluso el que ya estaba vacío (aunque conservaba su aspecto intacto). También se aseguró de ocultar toda la paja que llevaba en el zurrón bajo una losa de pizarra. Luego examinó su bufanda. Estaba algo sucia, pero la sangre no había llegado a ella, así que se la anudó elegantemente alrededor del cuello y se dispuso a comenzar la marcha. Estaba empezando a hacer frío de verdad.

Para asegurarse de que aquellos pueblerinos no le cogiesen, McKee decidió caminar toda la noche. Era mejor hacer ejercicio y mantenerse caliente que pasarla al raso. Podía hacerlo, los huevos que llevaba en el zurrón le darían la energía que necesitaba. La idea de que seguramente en Escocia encontraría personas más amables le animaba. No podían ser peores que los desaprensivos habitantes del condado de Durham.

Estuvo andando bajo la luz de la luna, por entre los campos de cultivo, hasta que comenzó a amanecer. Para entonces estaba muy cansado, y solo le quedaban un par de huevos que no estuviesen vacíos. Había sido una larga caminata. Por suerte se había topado con un cobertizo, de los que utilizan los agricultores para resguardarse del mal tiempo cuando están trabajando lejos del pueblo. El anciano londinense decidió que la mejor opción era quedarse allí hasta el mediodía para descansar. Mientras los primeros rayos del sol despuntaban por el horizonte y sus párpados empezaban a cerrarse, McKee se vio asaltado por el recuerdo de aquella niña que el día anterior jugaba junto al granero rojo, al otro lado de donde se encontraba el gallinero, y de su estridente voz, aquella voz que se le metía en el cerebro; y sí, tenía aspecto de llamarse Evelyn.